Un costado desconocido, a 90 años de su nacimiento.
Su hija Iliana y Daniel, el hermano del actor, cuentan cómo salió de una enfermedad que duró siete años.
Una sonrisa para el afuera. Juan Carlos Calabró y una pelea interna que su público no conocía.
Cuando Juan Carlos Calabró estrechó la mano de Vittorio Gassman, el maestro de actores que visitaba Buenos Aires, no intuía que al gigante italiano le pasaba lo mismo. Sonrisa para el afuera y una piedra que les pesaba pecho adentro.
Ambos tenían prestigio, aplausos, sana popularidad, una vida apacible, pero algo interfería la paz. De eso no se hablaba en público. La depresión era un tabú en el ambiente artístico, y también más allá.
Tita Merello, a quien iba a visitar cada tanto, le preguntaba: "¿Por qué estás deprimido, Cala? Tenés mujer, dos hijas, una carrera". El hombre no encontraba respuesta. No se trataba de un inventario sobre lo que tenía, sino de un agujero existencial. "Soy un zig zag", le confesaba a La morocha argentina. "Como buen artista, tengo mis picos".
Antes de ponerle nombre exacto al diagnóstico en los noventa, el alma del que cantaba exultante "qué alegría, qué alegría/ olé, olé, olá/ vamos Flaco todavía/ que estás para ganar", dolía demasiado. Había caminado ya el escenario durante 30 años como una máquina de parir personajes.
Ni su familia podía descifrar qué había empujado al fabricante de risas a ese estado. El locutor recibido en el ISER al que absorbió la comedia, el ocurrente hincha de Villa Dálmine que había engendrado a 'Aníbal, el pelotazo en contra', a 'El contra' y otras criaturas, el atlético señor de las 400 flexiones diarias cabeza abajo, sufrió un largo período de anhedonia (incapacidad para experimentar placer, pérdida de interés o satisfacción en casi todas las actividades).
Contar los problemas de salud mental era un veto en una industria donde Johny Tolengo había sembrado la alegría. ¿Cómo los medios iban a mostrar abatimiento en un ser que no hacía más que trabajar por el entretenimiento?
En el ambiente del espectáculo las penurias de ese estilo se omitían, pero los apellidos que atravesaban depresión eran decenas. Esa década del noventa en que Calabró fue diagnosticado con depresión, cuatro colegas se suicidaron: Gianni Lunadei, Julio De Grazia, Carlos Parrilla y Leonardo Simons.
Calabró, un obrero de la TV, el cine, el teatro y la radio.
"No era alegre Cala. No era un cascabelito jocoso. Estaba al servicio del otro, trabajaba para la risa del otro. Su vida era que el otro disfrutase", describe su hija Iliana, y Daniel Calabró, hermano del actor, coincide: "Era muy distinto cuando se prendían las cámaras. Debajo del escenario era más bien retraído".
"Sin un profesional y medicación, no hubiera podido", alertaba tímidamente el actor, pero los medios preferían dejar a un costado la pálida, barrer eso bajo la alfombra, hacer una oda al júbilo. Parecía incompatible trabajar con el humor y caer en un pozo.
La vida antes del pozo
JCC había nacido en una casa de Villa del Parque, en 1934, con más de cinco kilos. Salió al mundo con un traumatismo de cráneo y de adulto solía mostrar el "souvenir" de esa irrupción, huesos prominentes y desparejos en su cabeza.
"Nuestro padre, José, había nacido en la Argentina, pero enseguida volvió a Italia con sus padres y se crió en Sicilia hasta los siete. Juan Carlos vivió un poco esa vida dura de los primeros tiempos de mi padres inmigrantes, se impregnó un poco de eso y eso explicaba que no fuera un canto a la alegría", reconstruye Daniel Calabró, 13 años menor. "Juan fue para mí un papá, ya que el nuestro era hosco y estricto y tenía sus limitaciones".
Calabró y el auto de Minguito, "la Santa milonguita".
Alias "Titi" para su núcleo, ex cadete de farmacia, compañero de bailes de Carlos Bilardo, criador de peces, artista plástico amateur, hijo de talabartero, militante de la puntualidad y la honradez, Juan Carlos consideraba que todo en su vida se había dado "como un accidente, fruto de la casualidad": su historia de amor con "Coca", su llegada al ISER, su desembarco en la actuación.
A su mujer Aída Elena Picardi la había conocido un Jueves Santo, en 1960. Ella iba de la mano de sus padres a misa, en la Iglesia de las Catalinas; él deambulaba haciendo tiempo porque había llegado demasiado temprano a una cita. La vio y quedó hipnotizado. Acto seguido, le pidió a la Virgen "dame la suerte que me merezco". Cuatro días después la volvió a cruzar en la Avenida Corrientes y se animó a hablarle. En 1962 se casaron.
Recordaba milimétrico hasta el último día de lucidez, su debut como locutor. "Si yo le dijera que dentro de este paquete tengo un elefante blanco, usted pensaría que es un truco", entonaba elegante. "¿Pero si yo le dijera que dentro de esta cajita guardo 30 segundos de sabor?". La cajita de pastillas Valda que él sostenía, temblaba, pero su voz no.
"Es más fácil que un chancho suba a una antena a que vos seas locutor", lo provocaba su padre, que prefería que el muchacho de 26 años siguiera con su trabajo estable como empleado contable. Pero Juan Carlos saltó al vacío, tuvo su breve rol como lector de avisos, hasta que se ofreció para hacer voces ante el gran guionista de radio y TV Aldo Cammarota, el humorista que inventó el término “gorila”.
Calabró en una escena cinematográfica.
De aquel encuentro surgió su ingreso a Farandulandia, por Radio Belgrano, por 150 pesos mensuales. Para 1962 Cammarota lo llevó, además, a la televisión, a Telecómicos. "Su vocación no era ser cómico, sino artista", deduce Daniel.
"El ruido de mi infancia es el de las teclas de la Olivetti que todavía guardo", se emociona Iliana, la mayor de las dos hijas de Calabró. "Lo recuerdo tecleando y trabajando sin parar, la radio en Tenis de mesa, Telecómicos en TV y el teatro a la noche. Los fines de semana, además, hacía presentaciones en boliches de antaño como Pinar de Rocha y le escribía los libretos a Carlitos Balá. Ni hablar cuando filmaba cine".
"Nadie le recriminaba tanto trabajo, la familia apoyaba, pero me molestaba que no pudiera venir a los actos escolares", admite Iliana, que cree haber desarrollado "alergia a todo" para que su padre llegara por las madrugadas y le contara un cuento. "Lo recuerdo poniéndome pañitos fríos para calmarme las ronchas. Creo que ese era mi mecanismo para que estuviera cerca. Me dio calidad de tiempo, no cantidad".
Cuando dormía, Juan tenía un sueño repetitivo, obsesivo: corría en velocidad y de tanto trote terminaba elevándose, despegando, volando, flotando. No necesitaba un psicólogo para asociar el asunto. El vuelo era un trauma no resuelto, su prohibición. Cala jamás tomó un avión. Huía a todo bicho que andara suspendido en el aire. Por eso jamás salió del país.
Todoterreno, todopoderoso, ciclista de largo aliento, "combativo -según Iliana-, "con una máscara de fortaleza y sensibilidad muy intensa", nada parecía poder derribarlo. Pero entonces, a comienzos de la década del '90, apareció la depresión.
Las señales empezaron a ser difusas. Si iba al cine en familia, entraba último, cuando la función ya estaba a oscuras. Al final de la película se escabullía antes de que se prendiera la luz. En Mar del Plata, su ciudad favorita, Calabró deseaba que todos los días lloviera "para no tener que ir a la playa". Lo contaba recuperado una década después, cuando algún medio le permitía hablar de lo que no se hablaba. "No quería que la gente me viera".
"No podía ni comer", confesaba Calabró en voz baja cuando se recuperó.
"Llegué a pesar poco más de 60, cuando mi peso normal era de 74. Pedía ñoquis y no tenía hambre, no podía comer ni ocho. Me sacó a flote la psiquiatría. Estaba desgastado por el exceso de trabajo, años sin parar", comentaba él en entrevistas.
"No estaba triste, estaba enfermo", describe aquella etapa su hermano. "Fue un misterio. No hablaba, bajaba la cabeza y se quedaba mudo. Uno no sabía qué hacer, más que sacarlo a comer o abrazarlo".
La ayuda clave de Emilio Disi
Para 2000, en un móvil callejero de América y después de superar el declive, Juan Carlos esbozó su enfermedad ante el micrófono, pero el dato pasó de costado. "Aquellos que tengan depresión, que no se desanimen. Tárdé años en curarme. Esto a la larga pasa. Yo me curé con remedios y un psiquiatra".
En 2003, también se animó a contárselo al periodista Martin Wullich. "Tuve una gran depresión que me tuvo sumido en la tristeza durante casi siete años. "Ahora puedo ser un poco más agradable con la gente. Hago cosas que en otro momento no haría, como acercarme a una mesa y ofrecer un vale para ir al teatro".
Juan Carlos Calabró, su mujer Coca y la hija de ambos, Iliana.
Un accidente y un duelo tardío habían empujado un par de años antes a las primeras tristezas. En 1984 el padre de Calabró murió al caer de la bicicleta y golpear la cabeza contra el cordón. El hombre había intentado evadir a un perro y agonizó unas horas. "Aquel día a papá lo había llevado Juan Carlos Altavista de paseo por el río, a bordo de su barco. Recién cuando volvió se enteró de lo que había pasado", cuenta Iliana. "El abuelo, gran ciclista, murió en su ley".
Pocos saben que en 1971 "Coca" sufrió también un accidente que la tuvo al borde de la muerte. Salió disparada de un auto, fue internada en el Anchorena con fracturas múltiples y el médico le advirtió que estaba "en manos de Dios". Calabró le prometió entonces a Dios "ser mejor marido y comprarle un tapado de visón" si ella se salvaba. Le dieron el alta, pero estuvo condenada al reposo durante un año.
"Mi vida y la vida de él se modificó con ese hecho", recuerda Iliana. "Mamá no pudo pararse por un año, después agarró las muletas. Eso lo descolocó, pero papá no lloraba, no era de demostrar con lágrimas".
"La única vez que lo vi desencajado fue en un casi accidente aéreo. Estábamos en el Hermitage, él hacía temporada y mamá tuvo que viajar a Buenos Aires. Fue la única vez que Coca se subió a un avión, con tanta mala suerte que la agarró una tormenta, rayos en el mar, él tenía pánico de dejarla. Al volver al hotel, el conserje le comunica: 'El vuelo en el que viajaba su mujer tuvo un desperfecto'. Papá salió eyectado, hubo un aterrizaje de emergencia y hasta dar con ella fue una odisea. Nunca más un vuelo. No lo subías a un avión ni muerto".
Calabró en su personaje de Johny Tolengo en la tapa de TV Guía.
A principios de 1990 comenzó el abismo para "El Majestuoso". Aparecía a toda máquina en Toda estrella tiene contra, en dupla con Antonio Carrizo, pero el alma estaba en carne viva. No hizo prensa de su estado anímico, y la época, sin celulares ni zoom en los dramas personales, colaboró para que el tema no saliera a flote entre los argentinos.
"Una vez, después del éxito de Tolengo, él estaba haciendo una comedia en Mar del Plata, yo viajé a verlo y me asusté. Estaba demacrado. Lo vi en un silloncito, tomándose las pulsaciones. Estaba como pinchado, sin ganas de nada. Emilio Disi le presentó un médico que lo salvó".
En dos años con el psiquiatra en cuestión, Calabró repuntó, aceptó la medicación y empezó a sentir "un lento regreso al viejo espíritu". El proceso para volver a su bienestar pleno le llevó otro lustro.
Según la Organización Mundial de la Salud (OMS), la depresión es la principal causa mundial de discapacidad, pero a veces la enfermedad se presenta como "tramposa" ante los ojos de los demás: el paciente puede seguir con su vida, con su productividad, con la "máquina" averiada.
"Hay un prejuicio sobre el deprimido: que está en la cama y llora, sin embargo existen cuadros de depresión que se manifiestan como ira, o como hipoafectividad. La hipoafectividad es no responder emocionalmente a los afectos, como una disminución de las emociones, apatía, indiferencia", explica la psicoanalista y escritora Adriana Guraieb, miembro de la Asociación Psicoanalítica Argentina (APA).
Juan Carlos Calabró en familia, junto a Iliana, Marina y Coca.
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